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Sultán

Estaba decidido. Le dejaría todo a su perro. -¡A Rosalie no le voy a dejar nada! ¡Traidora! -gritaba el anciano Williamson en la inmensidad del cuarto mientras redactaba los últimos párrafos de su testamento- Nunca soporté esa especial manera que tiene de cambiarse de bando cuando menos lo esperás. Los minutos aceleraban su tranco en la noche, y Williamson, envuelto en una bata de seda azul, se disponía a desheredar a toda su descendencia. El viejo desconfiaba de todos, y desde hacía algunos meses atrás, lo invadía un terrible e incontrolable miedo a la muerte, que combinado con su desconfianza absoluta en el resto de los seres humanos, resultaba en una paranoia esquizoide que lo hacía capaz de increíbles barbaridades. -¡Malcom es una basura! ¡Mal hijo! Siempre con la estúpida de Lorraine. -repitió varias veces- Esos dos no tienen un centavo. Serían capaces de cualquier cosa con tal de no trabajar. El viejo se incorporó y se acercó a la estufa de leña. Se tomaba la cabeza por las sienes con los dedos pulgar e índice de la mano derecha y el codo quedaba vibrando en el aire como un “gong” que acaba de ser percutido. El Parkinson lo tenía acorralado, y aunque intentara tomarse el asunto a la ligera, la verdad es que Williamson ya no se soportaba a sí mismo con sus temblores. -¡Maldita Susie! -gritó carraspeando y concluyendo en una tos que lo sacudió varias veces- Justo tenía que casarse con el hijo de ese gordo roñoso. Williamson volvió a toser, y durante unos segundos se convirtió en una potente fábrica de flema, la cual escupía en su salivadera a medida que ésta iba abordando sus fauces. El cáncer de pulmón y un antiguo enfisema le dificultaban el cotidiano consumo de oxígeno, pero aún así lograba acopiarse de algunos centenares de centímetros cúbicos de aire periódicamente, y eso le permitía continuar aborreciendo a diario a toda persona que existiese sobre la tierra. Desde aquella vez que en la escuela secundaria había peleado con su primo segundo Rodgers por una supuesta agresión física en medio de una competencia deportiva, Williamson no toleraba nada que de él proviniese. -De todas las mujeres del mundo, ese desagradable, hijo del aún más desagradable, tenía que venir a enamorarse de mi hija. -maldecía el viejo, que ahora volvía hacia la mesa para terminar la futura repartija post-mortem. Williamson estuvo algunos minutos en silencio reflexionando sobre aquello que lo mantenía tan estresado. Descartó mentalmente, uno a uno, a todos los que conocía, siempre basado en que intentarían matarlo para obtener su dinero. -¡Ja! ¡A los pobres! -se desinfló en desprecio Williamson- ¡Ni por todo el puto vino de California! -prosiguió en tono épico. -Ah, Sultán. Vos sí que sos un verdadero compañero. Un fiel amigo. -dijo dirigiéndose a su can y futuro heredero que descansaba en el extremo sudoeste del cuarto. Cuando oyó su nombre, el setter irlandés dorado de 7 años de edad interrumpió su siesta para ir a continuarla enredado entre las piernas del anciano. Allí permaneció sólo unos minutos, pero el viejo Williamson no advirtió que Sultán ya no estaba durmiendo a sus pies. Estaba muy atento en fechar y rubricar su testamento. El más seguro. Ningún ser racional recibiría algo, así que nadie estaría interesado en provocarle a él daño alguno. Ni bien acababa Williamson de levantar su pluma del papel, un breve ruido lo despabiló. El setter irlandés estaba parado frente a él sobre sus patas traseras. Perfectamente erguido, empuñaba contra él una Magnum 357 con una de sus patas delanteras. Los campos visuales de ambos coincidieron con exactitud durante un período de tiempo de duración despreciable. -Sultán. -dijo el viejo, estupefacto. -Viejo de mierda. -dijo Sultán.

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