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La jaqueca de Fernández

En la vereda anterior a la del juzgado me explotó la cabeza en una escena digna del más pochoclero y barato cine norteamericano. -¡Puta madre! -pensé- ¡Justo hoy que es miércoles y el infeliz de D’Agostino llega temprano! Todavía un poco aturdido por el episodio y con algo de seso colgando del cuello de la camisa junté del suelo los pedazos y los guardé en el tupper en el que traía unas empanadas que previamente tiré ya que no se me ocurría por dónde iba a ingresarlas a mi organismo. Luego entré al edificio. Efectivamente, allí estaba D’Agostino en la mesa de entrada con su habitual gesto de gastritis crónica. -¿Qué te pasa Fernández? -me dijo con un tono socarrón- Te noto una expresión un tanto ausente. -Sí, -dije- es que me acaba de explotar la cabeza, pero estoy bien. Debe ser por este clima de mierda. Ayer frío, hoy calor… Ya no se puede confiar ni en el clima. -Es cierto, che -dijo actuando preocupación- Tengo una prima a la que le pasó lo mismo pero en el pie. -Entonces no es lo mismo, boludo. -dije exacerbado por su idiotez, y me dirigí al ascensor. Durante el viaje de ocho pisos pensé, o mejor dicho, profeticé todas las estupideces que me dirían mis compañeros de oficina por lo que me había pasado. A las diez, Del Pino me preguntó si me gustaba el grupo “Cabezones”. Un rato más tarde, Palonsky, a quien le decimos “Chiquito” justamente por ser todo lo contrario, pasó por detrás de mi escritorio y recitó pronunciadamente -¡No se olviden de Cabezas, eh! Antes de la hora del almuerzo, Berardoni intentó hacer un chiste sobre una cabeza, pero le salió mal. Y, aprovechando el silencio, para reivindicarse lanzó su habitual y gastado -¡Chiquito cornudo! Y todos rieron. Pero la sorpresa llegaría a las dos de la tarde cuando la cabeza de Cosimano explotó con un estruendo ensordecedor. Hasta que nos fuimos a las seis, fueron explotando las cabezas de todos. La de Flanagan, después la de Otero, y así hasta que nadie tenía ya la cabeza en su sitio.

La calle se veía diferente al resto de los días. Una procesión de decapitados orquestada por maxilares, cráneos y tripas multicolores desfilaba por Florida. Al llegar a Lavalle, un linyera que aún conservaba su cabeza, merendaba y reía a carcajadas expulsando de su boca pequeños fragmentos de medialunas empapadas de saliva y vino tinto de tetrabrik.

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